sábado, 30 de julio de 2016


¡Qué crónica!

Aquella en la cual literatura y periodismo convivieron…

 Jorge Alvarez Rendón, profesor universitario y crítico literario, participó en un espacio de la Feria Internacional de la Lectura Yucatán (FILEY). Esta es su intervención completa.
 
 

 Esta mesa lleva un título interesante: periodismo y literatura. Y ahora he recordado a Berta Singerman (rusa nacionalizada argentina, actriz y recitadora de poemas) y la crónica que Carlos Monsiváis hizo por el retorno de ella a Bellas Artes después de 50 años y todo aquel que la lea entenderá que la literatura y el periodismo pueden convivir perfectamente. ¡Qué crónica!

En los primeros años del periodismo mexicano, los textos literarios estaban presentes con timbre de preeminencia. Todavía no se confabulaban pragmáticos y oportunistas para tejer ese lenguaje sencillo, acomodaticio, disque claro, que supuestamente agrada a los lectores de periódico y revistas. Aún no se daban las codicias inmanejables de algunos editores. Todavía no brotaba en el seno de las redacciones esa práctica excluyente de la emoción estética y la asociación poética.

                Don Juan Ignacio Castoreña y Urzúa en el proyecto de sus gacetas, iniciales periódicos de nuestra patria, fomentó la utilización de las secuencias prosísticas y la métrica barroca en uso como conducto necesario para reducir el índice de dificultad en la lectura, por una sencilla razón: la enorme mayoría del pueblo era analfabeta. De ahí que los lectores de periódicos debían ser, era evidente, gente instruida de cierta minoría criolla o mestiza.

                Había en las gacetas una miscelánea de temas, muy a gusto del barroco mismo, con su equilibrio inestable, su ausencia de centralidad, su afán de lucimiento perpetuo: noticias de la madre España se mezclaban con murmullos de la capital o de la vecina Puebla.

                Un joven talentoso del colegio de San Pedro y San Pablo podía, a pesar de ser jesuita, convivir con un curita de Parroquia en la sección dedicada a recibir ingenio en décimas y sonetos. Igual ocurrió cuando don Carlos María de Bustamante estableció el Diario de México, en los últimos años de la vida colonial. Sus páginas permitían acceso a opúsculos e intercesiones literarias, y las mismas opiniones de carácter social se vestían de modalidades indicadas por la retórica. Se comunicaba sin detrimento de la belleza y se forjaba poesía sin olvidar la intención comunicativa.                

                Los grandes poeta neoclásicos hallaron en esas páginas acomodo para sus estrofas afrancesadas, imitaciones de la bucólica alejandrina, incluso en la mitad de la citación sectaria del pavonear de los ideales respectivos, la prensa realista e insurgente le dio a sus páginas cierta intensidad poética. La musa popular vino en auxilio de ambos. En octavillas y romances se desparramaron las sátiras y la chanza burlesca.

                Ya no digamos el gran Fernández de Lizardi, modelador del periodismo de oposición, quien elaboró un nuevo lenguaje en aquellos diálogos en los que el payo y el sacristán explicaban al pueblo las ideas de la ilustración con claridad ejemplar. El pensador mexicano advirtió con diafanidad cuán deseable sería asociar la comunicación de las ideas con un apropiado instrumento formal y, sin abandonar los ritos formales, seducir a la mentes reflexivas.

                Fueron los periódicos independientes, a través de todo el siglo XIX, los que utilizaron sus páginas con mayor amplitud para dar hospedaje a trabajos en prosa y verso de alguna calidad literaria. No olvidemos las novelas por entrega que los lectores aguardaban con renovada curiosidad. “Los bandidos del río frío” cobró vida de esta manera. Así mismo, tomamos en cuenta las crónicas rimadas de Ignacio Rodríguez Galván, las reseñas teatrales de Manuel Gutiérrez Nájera y los cuentos de Angel de Campo o de Justo Sierra.

                Fue la aparición de inventos como el telégrafo y el teléfono, la causa directa de que el acontecimiento se volviese noticia urgente, que los periódicos compitiesen por informan con rapidez a sus lectores, de cuanto ocurría en el mundo y, en este momento, las columnas comenzaron a despoblarse de textos literarios para dar cabida al diluvio de escritos cuyo lema era solo la claridad objetiva con una sola madre: la oportunidad.

                Atrás quedaban aquellas gacetas y periódicos cuya sección de noticias se nutría con sucesos de 15 o más días para atrás, aligeradas de la obligación de mantener informados a sus lectores y aptas para engalanar sus espacios con muestras ejemplares de acicaladas plumas.

                Ya en el siglo XX, los avatares de la revolución y los acomodos de la vida constitucional incrementaron la aligerancia del texto meramente comunicativo o acaso poblado de sectarismos políticos. Así mismo de desastres financieros y de las guerras europeas, que colmaban el interés de los lectores ansiosos de información, solo información.

                No obstante, dos géneros se han mantenido, hasta cierto punto, colindantes con la literatura: el artículo de fondo y la crónica.

                En nuestro país, concretamente en la capital federal, plumas como las de Salvador Novo, Alfonso Reyes, Carlos Monsiváis, Guillermo Sheridan, Germán Dehesa o Gabriel Said han logrado textos que restituyen calidad literaria a la intención de comunicación masiva.

                En las capitales de los estados el diagnostico es más grave. Raro es el escrito que cae en los terrenos de lo estéticamente apetecible requerido para que un texto posea el signo de lo literario, no basta la corrección gramatical, el simple respeto de la norma que solo consigue la sensación de coherencia y la coherencia estructural, no es suficiente utilizar estrategias de interés y amenidad, tales serian las condiciones del periodismo llano indirecto, reino de la sintaxis, comarca de los periodos bien coordinados, de los párrafos vinculados por la función denotativa del lenguaje.

                Para alcanzar el timbre de literario, un texto periodístico debe poseer en primer término una intencionalidad poética, es decir, el propósito original y firme de manejar el idioma con un soporte connotativo, las asociaciones de ideas, movilidad de sentidos, empleo de recursos figurativos e indagar en las comarcas de la emoción evitando lo pedestre. Quien intenta redactar textos literarios se desliga un tanto de la simple analogía, establece sus párrafos, sus periodos, meditando los nexos subterráneos que puede haber entre vocablos, intentando forjar una red de hallazgos y complicidades emotivas que el lector debe ubicar en su propia dimensión.

                En este esfuerzo, en el que los editores actuales pretenden evitarles a sus clientes, temen que la búsqueda de sentido esté más allá de las posibilidades del lector común y éste caiga en el tedio o la indiferencia. No vemos próximo un proceso que equilibre la balanza y restituya valores literarios a las páginas de los periódicos, menos ahora cuando deben luchar contra el soberano lineamiento de internet, y contra la amplitud de las columnas en las cuales parecen tener la voz cantante el adelgazamiento, la superficialidad, el oportunismo, la regla del menor esfuerzo y la egolatría. Gracias

 
“En los últimos años de la vida colonial, el Diario de México permitía en sus páginas acceso a opúsculos e intercesiones literarias y las mismas opiniones de carácter social se vestían de modalidades indicadas por la retórica. Se comunicaba sin detrimento de la belleza y se forjaba poesía sin olvidar la intención comunicativa”. 


La edición completa del No. 32, en:
https://issuu.com/magazineelpuente/docs/el_puente_no32issuu
 

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