La Guerra de Dios
Armando Fuentes Aguirre “Catón”
Editorial Planeta
Si algún mensaje doy en este libro, es que nuestro deber como seres humanos es alejarnos de todo fanatismo. Aún la virtud exacerbada puede conducirnos al mal, aprendamos la santa virtud de la tolerancia.
Bautizar a un libro es aún más difícil que escribirlo. Dudé mucho en ponerle “La Guerra de Dios”, porque Dios y Guerra son conceptos antitéticos, pero aquí, en este libro se ve que hubo una guerra hecha en nombre de Dios.
Yo no entendía el segundo mandamiento de la ley de Dios, no tomar el nombre de Dios en vano. Al escribir este libro lo entendí. ¿Saben por qué? El estado se sintió amenazado cuando la iglesia propuso un Cristo Rey e hizo una bellísima estatua que el estado bombardeó en repetidas ocasiones, pero que ahí está proclamando la fe de un pueblo.
Pero en esos años había políticos que ponían en su tarjeta de presentación: Adalberto Peña, “enemigo personal de Dios”. Durante la Guerra Cristera, por ambos lados se cometieron crímenes, violencias espantosas.
Don Jesús Rodríguez y Aguirre, tío abuelo mío, fue Juez de Letras en Río Verde, un poblado de San Luis Potosí. Se venían los años aciagos de la rebelión cristera y mi tío Jesús, pese a ser funcionario de gobierno, era católico devoto, de misa y comunión diaria. El jefe político y comandante militar de Río Verde, era un hirsuto Gral. apellidado Hernández y por mal nombre “el visco”, porque lo era, era visco, bisojo, turnio, viscornio, trasojado, trascorneado, biscorneta o estrabón, que de todos esos modos y maneras puede ser llamado el que tiene la mirada estrábica.
El Gral. Hernández era terrible enemigo de la iglesia, Jacobino furibundo, rabioso come putas, en sentido literal, pero a pesar de la divergencia de ideas, él y mi tío Jesús tenían buena amistad y todas las tardes salían a pasear en torno a la pequeña plazuela del lugar. Cada vez que pasaban frente al templo mi tío Jesús, conforme a piadosa costumbre aprendida de sus padres, se santiguaba devotamente y eso el Gral. Hernández no lo veía con buenos ojos, de hecho, el no veía nada con buenos ojos. Hasta que no se contuvo y con voz áspera y descompasado continente, le preguntó a mi tío: “Oiga señor Lic. ¿por qué cada vez que pasamos frente al templo, se santigua usted? Y le contestó mi tío: “qué coincidencia Gral., yo le iba a preguntar a usted por qué no lo hace, pero pensé: “bueno y a mí que chingaos me importa…”.
Y yo les iba a preguntar a ustedes, amigas y amigos: “¿Por qué dejaron de hacer cosas más importantes, por venir a oírme? Pero pensé lo mismo que mi tío y ya no les pregunté. Me limito a darles las gracias.
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