viernes, 5 de octubre de 2018


Yo, Papión Sagrado.
 

Autor: Carlos Rubio Cuevas.
            Mérida, Yucatán- 1965.

 
Yo, Papión Sagrado, he sido confinado a una de tantas jaulas del renombrado parque yucateco del Centenario.

A mi izquierda se encuentran mis parientes los monos araña. Uno es gordo y chaparro, el otro alto y flaco y hay otro que es un tipo común y vulgar, tan vulgar que se cree la gran cosa. Como buenos monos son unos buenos imitadores.

Por el frente y a la derecha de mi jaula tengo sendos y amplios ventanales que me permiten observar libremente y a gusto a esos curiosos seres autodenominados “humanos” y que solo se diferencian de mi por su falta de pelo y por esa fea costumbre que tiene de estar emitiendo ruidos con su boca, ruidos que dicen que son palabras.

A mi parecer esos humanos están todos bien locos, por ahí escuché que perdieron su pelambre por estarse cubriendo el cuerpo, para ello siempre traen puesta alguna cosa, a veces tan ridícula como la de aquel cuate que traía cubiertas las piernas con una cosa toda deshilada, como queriendo exhibir parte de su desnuda piel, otros se han visto en la necesidad de cubrir hasta su cabeza porque ya ni allí tienen pelo, se ven tan curiosos como huevos con cara. Hay algunos que tienen algo más de pelo y traen la cara cubierta con hermosas pelambres, me recuerdan tanto a mis tíos y abuelos, y ya quisieran tener el pelo dorado y brillante como el mío, más hermoso aún que el de mi papiona.

Y hablando de hembras, las humanas se pasan de la raya, no dejan de mover su hocico al mismo tiempo que agitan las manos y algunas hasta haciendo curiosas contorsiones, y habrían de ver lo que se ponen encima, algunas se cubren las piernas y el sexo con cosas tan ceñidas que no se necesita mucha imaginación para saber que tapan y que forma tiene. Las hay que exhiben su abundancia de carnes como anuncio de granja de engorda, para ello dejan descubiertas sus rollizas piernas y sus voluminosos vientres, tan voluminosos que para mantener el equilibrio tienen que echar para atrás la cabeza. La mayoría de ellas van con una bola de crías y rara vez las veo con su pareja, deberían aprender de mi papiona, siempre conmigo mimándome y mientras disfruto de mi siesta espulga mi cabellera para eliminar cualquier insecto y, para asegurarse de que no volverán a molestar, se los come.

Quejas, tengo varias y la principal es la falta de un lugar privado para mis necesidades fisiológicas y para hacerle el amor a mi papiona. ¿Acaso creen que es cómodo que te estén mirando en esos momentos de entrega pasional? Otra queja es la falta de espacio para corretear a papiona, así como estamos siempre la tengo al alcance de mi mano, se pierde la emoción de la persecución, del forcejeo, del rechazo simulado, eso me está haciendo aburrirme de ella, siempre tan fácil de alcanzar.

El otro día me vinieron a visitar muchos humanos. ¡Que ridículos! Parados frente a mi ventana se dedicaron a hacernos muecas poniendo unas caras de idiotas tanto que causaban la risa de los demás, algunos señalaban nuestros traseros y se echaban de carcajadas como necios, que ignorantes, no saben reconocer los síntomas de una buena salud: piel suave y rosada, otros nos aventaban cacahuates y se reían cuando los pelábamos antes de comerlos. ¡Pues que se creen! ¿Acaso ellos se comen la cáscara? Uno de ellos le aventó a papiona un plátano y como ella le aventó de vuelta la cáscara se asustó y se puso a gritar y a insultarla. ¡Que educación!
 

No cabe duda de que su ignorancia les impide ver la realidad. Ojalá que los humanos se vuelvan un poco más cultos y tolerantes.

Y así mientras los humanos más grandes perdían el tiempo en idioteces, los pequeños aprovechaban divertirse en grande en una serie de implementos diseñados para que desarrollaran sus habilidades simiescas columpiándose y meciéndose,  eso sí es vida.

 
Bueno ya es hora de otra siesta, hasta la próxima.




 

 

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