Vale más una cabeza bien puesta, que una repleta.
M. de Montaigne
Por Tirso Suárez-Núñez
Doctor en Estudios Organizacionales.
Profesor-investigador/UADY. Miembro del Sistema Nacional de Investigadores (SNI).
¿Sabe Ud. qué tienen en común Fiodor Dostoyevski y Jorge Ibargüengoitia? Aparte de ser grandes escritores, ambos eran ingenieros graduados que al paso del tiempo descubren su vocación por las letras y se dedican por completo a ellas, es decir, la hacen su profesión y ése parece ser el secreto de la vida plena de cualquier persona: hacer de su vocación -lo que a uno le plazca o le nazca hacer- su profesión, es decir su modo de vida. Los ingenieros -escritores antes mencionados- se prepararon para una profesión y terminaron ejerciendo otra muy distinta a la inicial, pero el cambio experimentado fue para su realización plena, lo que se constata por la maestría de lo que lograron con su trabajo como resultado de la búsqueda de su vocación y la construcción de su profesión.
En otros casos los giros en la actividad son menos dramáticos pero también muy positivos: individuos que sienten la necesidad de estudiar un posgrado para reforzar sus capacidades de manera que su profesión sea más acorde con la vocación descubierta, por ejemplo el médico que se prepara para dirigir un hospital, o un músico para conducir una orquesta, etc. En otras ocasiones no es la educación formal la que posibilita el cambio, sino un aprendizaje experiencial que sobre la marcha va ayudando a descubrir y a confirmar la verdadera vocación.
Psicólogos y educadores discuten por qué la vocación no siempre emerge con facilidad, de manera que sea potenciada por la formación y confirmada en el ejercicio de la profesión. La causa radica en que muchas veces tomamos la decisión de estudiar una carrera en medio de una gran incertidumbre acerca de nuestra vocación, que desconocemos, porque no la hemos experimentado como actividad práctica. Es hasta la mitad de la carrera o al final de la misma, con las prácticas profesionales, cuando se empieza a tener conciencia plena de ella, porque como en toda situación envuelta en la incertidumbre, no hay otra manera de conocer que haciendo, es decir, a veces lo inteligente es: primero actuar y después pensar.
Gabriel Zaid, otro ingeniero con gran talento para la escritura y la tarea editorial, piensa que el título profesional, en la práctica, es usado como un pasaporte para aprender. Su posesión le otorga confianza al empleador y permite que su portador aprenda, sabe que será de manera rápida y menos costosa que lo habitual. Por eso Zaid recomienda que la formación universitaria debe ser básica para facilitar la emergencia de la verdadera vocación, sin traumas ni remordimientos. En un trabajo más reciente, el mismo autor refiere que en un futuro la universidad no debe certificar, es decir, no debe otorgar títulos ni grados, ésta debe ser la tarea de los Colegios de Profesionales quienes lo harían una vez que el aspirante demuestre un dominio pleno de la actividad. Con lo anterior la Universidad volvería a sus orígenes: un sitio de generación y difusión del conocimiento, libre de las presiones del mercado laboral y de las preocupaciones de la gestión escolar que la tarea de certificación impone.
La búsqueda de la identidad vocación-profesión, antes ya comentada, a veces dolorosa, a veces fortuita y siempre creativa, es una consecuencia natural de las complejidades de la personalidad y su ajuste necesario a un ambiente social-laboral incierto.
Lamentablemente otras veces la situación es provocada, tiene un claro tinte de oportunismo, desconocimiento y ambición de quién, desde el poder, otorga una responsabilidad y quien la recibe. Sin una capacidad certificada ni evidencias de una experiencia acumulada en el cargo, lo que se espera de esta acción es un aprendizaje largo y costoso, casi siempre en detrimento del servicio y del erario público y, lo más preocupante, un mensaje nada edificante para quienes buscan afanosamente la identidad profesión-vocación.
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