martes, 8 de abril de 2014




Nobleza de espíritu

No hablamos mucho, solo el necesario para decirle mi interés por contar su historia, parte de su historia, esa salpicada por actos heroicos, le llamaría yo, por su trabajo, por su familia y por enderezar una vida, en algunos momentos poco derecha, como a muchos les ocurre o, mejor, como a muchos nos ha ocurrido, porque eso de “el que esté libre de culpa…, que arroje la primera piedra”, la cita bíblica, en todos los tiempos ha sido cierta. Pero, simple y llanamente, me dijo: ¡NO! Por eso le llamaré Raúl, sin más.

Lo conocí hace ya algún tiempo, Siempre me pareció un muchacho entrón, decidido, sin miedo a muchos de los avatares por los que nos acarrea la vida. Sorteaba los obstáculos porque tenía una familia de la cual cuidar y responderle de la mejor manera, para su subsistencia. 
   Trabajaba duro. No le importaba si era de día o tendría que hacerlo por la noche, para sacarle el mejor partido a su esfuerzo y, al final, llevar lo necesario a esposa y a hijos.
Pero como ocurre a veces. Cuando “empinaba el codo”…, era como comúnmente decimos “hasta ver el fondo” y el fondo para Raúl era olvidarse de sus responsabilidades, alejarse de su realidad y también, como consecuencia, de las circunstancias de su familia.
Así fueron pasando los años. El dejó, poco a poco su juventud primera, sus hijos a la escuela y toda su realidad se transformó como era natural.
Es oportuno mencionar que ese “empinar…” le pasaba cuando el trabajo estaba escaso o cuando ya había solucionado los requerimientos de su familia. Uno o dos días se “lanzaba” y… cuando aterrizaba… de nuevo a su ejemplar tarea cotidiana.   
Un buen día me lo encontré. Raúl a dónde vas… Voy para mi casa. Vamos, te llevo. Y en el transcurso del punto de encuentro a mi coche hablamos de nuestras respectivas realidades. Cómo estás- le pregunté-. Bien, corto de “pasta”, pero bien. Qué bueno… Y llegamos al coche. Raúl se paró frente a la portezuela derecha, en espera de que le abriera. Cuando ya casi abría, lo oí decir: “Sabes, mi hija va a cumplir 15 años…”. ¡Felicidades! Gracias, pero no tengo dinero, ni lo tendré para cuando llegue la fecha. Se quedó pensativo. Bajó la cabeza. Yo dejé de intentar abrir la puerta y luego de unos segundos, viéndonos por encima del coche, se puso derecho y me dijo: “Sabes qué…”. Sí, dime… “Voy a dejar de tomar y cuando me den ganas me las aguanto y el dinero de la botella lo ahorraré para festejarle a mi hija sus quince años”.

Pasaron las semanas, los meses y no volví a saber de su proyecto (o promesa íntima, interna, sin más testigo que yo). Aunque me lo encontrara, el tema no lo volvimos a conversar. No me invitó a la fiesta de los quince de su hija, pero supe que había estado por todo lo alto, como él había querido, como él me había confiado. Tampoco volvimos a hablar de su afición al trago, pero sí supe que había entrado a “AA”, esa agrupación de Alcohólicos Anónimos, y ya había ayudado a otros amigos a dejar sus adicciones al licor y los había conducido a esta organización.

Hasta donde sé, sigue en esa misma línea, perseverante, constante, sin voltear a sus viejas pasiones. Y lo que sí me dijo en uno de nuestros encuentros es “ahora me doy cuenta del tiempo que le quité a mi familia, pero antes ni me lo planteaba”.

Raúl siguió con su mismo trabajo, después. Pero la transformación se operó en él.

Ahora, por razones de la vida y las consecuencias de nuestros respectivos trabajos, lo veo muy ocasionalmente. Pero si por alguna circunstancia se topa con esta columna, quiero que sepa que lo admiro, por esa voluntad demostrada, por esa nobleza de espíritu. 

Un saludo, mi querido Raúl.






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